Me casé con un recolector de recortes
"Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita." La frase se atribuye a Diógenes de Sinope, filósofo griego del siglo IV a.C., del grupo de los cínicos. Se dice que vivía en un barril, rodeado de perros callejeros, sin más posesiones que un manto y dos cuencos.
Tal vez por contraposición, en 1975, A. Clark y G. Manikar bautizaron con el nombre de este sabio el cuadro que padecen los "acumuladores": quienes sufren el "síndrome de Diógenes" desarrollan un apego intenso a todo tipo de objetos. Los casos más graves son los que llegan a la compulsión.
No hace mucho me di cuenta de que en mi casa, tras los subyugantes encantos de ese hombre de omnívora avidez intelectual, apasionado por los vericuetos del alma humana, que atrae con mil historias y tiene siempre un dato curioso en la manga, se esconde un impenitente acumulador de la letra impresa incapaz de ponerse límites.
Debí advertir lo que nos esperaba hace mucho, cuando cada domingo lo veía marchar con los chicos hacia el parque Rivadavia a comprar estampillas. En esos tiempos le interesaban los veinte primeros sellos postales de distintos países. Parecía una afición inocente, pero cuando a las estampillas les siguieron los boletos capicúa, las Caras y Caretas, las lupas de todo tipo, los libros amarillentos, los recortes de diarios y revistas, y hasta un extraño lanzadardos aborigen envenenado que, según él, "debe de haber pertenecido a una cultura precolombina", se encendieron las alarmas.
Décadas más tarde, esos objetos, especialmente los libros y recortes, se multiplicaron a tal punto que varias veces amenazaron con obstruir los pasillos, colmar las alacenas de la cocina, impedirle el ingreso a su "atelier" y poner a toda la familia al borde del ataque de nervios.
En la era de la instantaneidad, este lector idomable todavía se mantiene fiel a la letra impresa. A veces me asomo a las carpetas de folios en las que captura su inclasificable cosecha para tratar de entender la psicología que puede dar origen a semejante "rejunte", sólo para comprobar que, como suele explicar, se rige por una singular "filosofía del caos": no están ordenados ni por fecha, ni por tema, ni por ubicación geográfica. Están allí porque alguna vez llamaron su atención al pasar. Lo justifica diciendo que su horizonte está limitado por "el azar y el Eclesiastés".
En ese inaudito cambalache noticioso conviven, por ejemplo, un artículo de Alicia Dujovne Ortiz en La Opinión Cultural, publicado el 11 de enero de 1981, sobre novelas argentinas que llamaban la atención en París, con otro de El País, del 30 de julio de 2006, sobre un procedimiento de rayos X aplicado por científicos californianos a textos de Arquímedes ocultos en pergaminos medievales. Enseguida uno puede encontrarse con "Óvulos a 2000 euros", un artículo referido a anuncios de venta por Internet en España, o con "El secreto mejor guardado del mundo", sobre el manuscrito Voynich, el libro escrito en un alfabeto desconocido que desde hace cuatro siglos desafía a los eruditos. Algunos son sólo fragmentos, pero están garabateados o tienen anotaciones ininteligibles para otro que no sea el autor, como uno sobre la tribu brasileña de los bororos. Y otros desconciertan por su temática: "Motín en una cárcel de Catamarca" (LA NACION, 2002).
Sus cuatro hijos y yo ya lo intentamos todo, pero no hay caso. Cada domingo se levanta diciendo "Hoy tengo que tirar", pero aunque regalamos miles de libros a bibliotecas públicas del conurbano, nos deshicimos de decenas de bolsas de consorcio llenas de recortes, intentamos despojarnos de los cuadernos y dibujos de los chicos que atesorábamos como testimonios del pasado familiar, las pilas vuelven a crecer y los estantes, a atiborrarse como por arte de magia.
Tempus fugit, advertían los antiguos, pero en este multifacético universo de recortes permanecen, imperturbables, los destellos de días que ya fueron. Este aprendiz de la acumulación dice que los guarda porque alguna vez le servirán "a alguien más preparado que él" y porque serán parte de su herencia. Probablemente hoy, cuando lea el diario, esta misma página pasará a engrosar sus profusas pilas de papeles, que sin orden ni lógica se acumulan bajo el polvo de su frase favorita: "(...) ni del sabio ni del necio habrá memoria para siempre, pues en los días venideros ya todo será olvidado".
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